domingo, 10 de julio de 2011

Dokushô Villalba: Lamento por un ser humano caído en Río de Janeiro

(La descripción desnuda de la realidad nos pone una semilla en la palma de la mano. Si dentro de cada pregunta vive un ángel, es en el centro del vacío donde hallamos las respuestas, porque solo desde la nada parten los caminos que conducen a la verdad.)




Lamento por un ser humano caído en Río de Janeiro

No pudo más
y sin más cayó al suelo firme
-lo único firme-
más abajo del cual no podía caer más.

A su alrededor late una ciudad de millones de almas
afanadas en la angustia de la sobrevivencia,
autobuses raudos cebados de cuerpos humanos
recorren las ruas atestadas de peatones presurosos.

Se está construyendo una ciudad olímpica en el Gran Río,
se han instalados nuevas plataformas petrolíferas en la bahía,
se abren nuevos hoteles de lujo en la Avenida Atlántica
y de todos los rincones del mercado global
llegan los tiburones con los colmillos afilados
prestos al gran festín de la plata fácil y la mulata dócil.

Mientras … ahí…,
en las aceras de  las calles laterales,
los que ya no pueden más,
los que no pueden con su cuerpo,
ni con su vida,
ni con la borrachera etílica tal vez …
simplemente caen al suelo.

Y así permanecen caídos una hora o un día,
o muchos días o toda la vida ya.
Caídos a los pies neumáticos de la máquina que devora la ciudad,
caídos ante el totem moderno:
he aquí, oh Máquina Divina Dadora de Petrodólares,
tu víctima propiciatoria.
He aquí el sacrificio de esta carne humana improductiva e inútil

No es sólo en Río, también en Calcuta,
en Nairobi, en El Cairo, en Paris o en New York.
Es en México DF o en Caracas.
Sucede en Madrid y en Tokyo,
en Sanghai y en Ciudad del Cabo.

Están por todas partes aunque las escobas municipales
los barran como escoria infecta que dañan la imagen internacional.

Son los caídos,
los que quedan tirados en las aceras,
los que han perdido las llaves del coche de la felicidad
y el coche mismo.

Lo encontré a los pies de un árbol mudo.
La gente pasaba sin mirar siquiera.
Tal vez muera a los pies del árbol,
tal vez ya está muerto,
tal vez su cuerpo se convierta en alimento del árbol.

Tal vez nuestra felicidad esté siendo sostenida
por la savia vital de todos aquellos que ya no pueden más
y caen
para no levantarse nunca más.

Me pregunto cómo se llamará,
quiénes serán su madre y su padre.
¿Tendrá hijos?
¿Le estará esperando alguna esposa?
¿Cómo habrá sido su infancia?
¿Qué cadena de circunstancias, qué nacimiento, qué dolores, 
se han sucedido hasta el instante del derrumbe?
¿Será el padre de algunas de esas diosas negras de alquiler
que ofrecen su carne a precio de saldo
a los rubicundos impotentes del Norte?

Ah, cómo duele la visión de un ser humano caído,
incapaz ya  de mantenerse simplemente erguido sobre sus piernas!
¡Cuántos siglos, cuántas eras cósmicas de evolución,
cuántas generaciones de cuadrúpedos y de bípedos
desplomadas en un instante, en un solo ser humano!

No puedo apartar la vista.

Permanece ahí, en la acera, justo delante
de la terraza de este restaurante japonés
en la que intento tragar sin conseguirlo
un plato de sushi de pronto insípidos.

Me acerco. Está completamente inmóvil,
profundamente sumido en la no conciencia.
Acerco el objetivo de mi cámara, disparo
y me marcho
Pero la imagen se ha grabado en el disco blando de mi corazón
y por la noche sueño.

Sueño con los caídos a los pies de los edificios de veinte plantas
y lloro por la sangre inocente derramada como sacrificio
ante el altar del Dios Mercado.

Dokushô Villalba
Copacabana, 16 Enero 2010
Dibujo: Federico Gallego Ripoll

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